Siempre me gustó su nombre, tenía una sonoridad especial. Mis padres y mis tíos lo mencionaban constantemente, hablaban de él, lo extrañaban. Cuando llegaban sus cartas, se las leían por teléfono. Su ilusión mayor era que algún viajero amigo, procedente de Madrid, lo hubiera visto y les contara de él. Pero no llegaban noticias, cada vez eran menos las cartas. Yo era una niña, y no podía entender por qué no regresaba y por qué mis padres tenían que vivir con la tristeza enorme de no volverlo a ver.
Pasaron más de treinta años. En noviembre de 1992 papá fue invitado por la Residencia de Estudiantes de Madrid a ofrecer una lectura de poemas. Esa noche, los organizadores del evento me comunicaron, muy confidencialmente que, quizás, vendría Gastón, pero no le dije nada a papá para no ilusionarlo. Después de la lectura de poemas, papá respondió varias preguntas. Hablando sobre literatura dijo que Gastón Baquero era el poeta cubano más grande del siglo XX y que era una vergüenza que no se le hubiera incluido en el Diccionario de la Literatura Cubana publicado en nuestro país. Gastón no asistió.
Al otro día, por la tarde, habían programado un homenaje a la escritora Dulce María Loynaz, pero yo tenía que realizar las compras impostergables que todo cubano que vive en la Isla debe hacer cuando sale de viaje y llegué tarde. Al asomarme al salón, me horroricé. Justo en ese instante Gastón se levantaba con la intención, evidente, de marcharse. Papá estaba en el lado opuesto. Hace más de quince años que padezco de una artritis reumatoide que me tiene tomados los dos tobillos y con la caminata estaba más coja que de costumbre. Papá, también, tenía dificultades para caminar. Espantada, pensé que no me daría tiempo de llegar hasta él. Todavía no sé cómo lo logré. Jadeante, le dije:
— ¿Papá, viste a Gastón?
— ¿Gastón?– me preguntó.
— ¡Gastón Baquero! –le grité nerviosa.
— ¿Gastón está aquí?
— ¡Sí, y se va! ¿No quieres saludarlo?
— ¡Por supuesto!¡Vamos!
Gastón iba llegando a la puerta. Corrí, muerta de pena y desesperación, entre los asistentes al homenaje que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo. Sentía el bastón de papá golpeando con buen ritmo en el piso y eso me tranquilizaba. Lo alcancé en el momento en que se ponía su sombrero.
— ¿Usted es Gastón Baquero, verdad?
— Sí.
— Yo soy Fefé, la hija de Bella y Eliseo. Papá está aquí y lo quiere saludar.
— No puedo –me contestó–. Tengo que ir al médico y el taxi me está esperando.
Por un momento pensé que todo había terminado y que el encuentro tantas veces soñado por mis padres no se realizaría.
— Pero Gastón –insistí– ¡papá ya viene, usted tiene que esperarlo! En mi casa todos los días hablan de usted, ¡no se vaya!
— Me espera el taxi –repetía. Pero había algo extraño en su mirada, una tristeza que parecía venir de muy lejos, que me dio nuevos impulsos.
— Hace poco fue el cumpleaños de Cintio, y puso en su sala las fotos de los amigos que no estaban, Lezama, Julián, Octavio. Y había una suya, muy linda.
En eso llegó papá. Se le abrazó como pudo, y empezó a llorar. “No te emociones así, Eliseo”, le dijo Gastón. Y después, con un brillo juguetón en los ojos, “supe que hablaste anoche de mí”.
Y se sentaron a conversar.
Hablaron de “Doña Bella”, de Agustín, de Cintio, de Fina, de poesía. Quise tomarles una foto pero Gastón no me dejó porque, según él, los viejos como ellos no debían retratarse. Entonces, con la picardía de un niño, me dijo:
“Y la foto que tiene Cintio, ¿es la de Berestein?”. “Sí”, le respondí. “¿En la que parezco un príncipe africano?”, preguntó, mirando a papá, muerto de la risa.
La despedida fue alegre porque, seguro, se volverían a ver. Papá y yo subimos a la habitación y, casi entrando por la puerta, nos avisaron de la Recepción que había llegado una persona con un sobre para nosotros. Era el taxista con un libro de poemas de Gastón dedicado a “toda la pandilla” y que terminaba casi con un ruego “quiéranme como yo los quiero”.
Papá rompió en sollozos. “¿Por qué lloras?”, le pregunté. “Lloro por mí, por Bella, por nuestra juventud, por tantos años”. Nunca antes –ni después– lo vi llorar así.
La Habana, 11 de agosto de 1995.