Cuando este avión despegó, casi a la medianoche del segundo domingo de octubre, me convertí en emigrante. El viaje a Madrid dura poco más de 8 horas y, mientras vuelo, mi madre, mi padre, mi hermana y mis abuelas se van a dormir. Tienen todos la misma y cada vez más fuerte sensación, similar a la que no puedo evitar cuando el avión se impulsa por la pista a gran velocidad y el suelo de La Habana comienza a verse cada vez más pequeño: irse de Cuba es un sentimiento muy jodido.
Es entonces que tendré, sin remedio posible, que acostumbrarme a vivir en esa frase inmensa de Abilio Estévez: ser cubano es sufrir las lejanías.
No se trata de que este texto sea una despedida ni una crónica melodramática de lo que significa convertirse en emigrante, se trata de entender que salir de Cuba es hoy el camino prestablecido, la ruta de miles de jóvenes, que preferimos asumir las lejanías y negarnos, con nuestra ausencia, a vivir ese futuro gris, casi negro, que la Revolución ha impuesto como deprimente modo de vida, como el hábitat de esa especie inextinguible que es el homo cubanus, una mutación preparada para reinventarse constantemente, sobrevivir cuando parece imposible y, de a poco, ir explotando la burbuja macabra en la que hemos crecido.
"Pero sí aspiro, sin impostada vehemencia, a que España se convierta en mi segunda patria."
Pienso en los muchos que han venido antes, en los muchos que vendrán después, y en ese cartel inmenso que debería estar desplegado en el aeropuerto, o en Tapachula, o en el medio del Estrecho de la Florida o impreso en el pasaporte de cada cubano: siempre viene alguien detrás.
En esto pienso y casi todos van dormidos en el avión. Ya he terminado de ver la primera película y empiezo la segunda: sé que no dormiré en todo el viaje, la primera vez que uno atraviesa el Atlántico debería estar prohibido hacerlo con los ojos cerrados.
Llegaré a un país al que muchos latinos prefieren llamar “La madre patria”. Sé, me he jurado muchas veces, que no, nunca llamaré a España la madre patria: históricamente me es imposible, no puedo tener esa cortesía con los responsables de la colonización y la esclavitud de miles de personas. Pero sí aspiro, sin impostada vehemencia, a que España se convierta en mi segunda patria y sé, lo debatí largamente con mis amigos durante mis últimas noches en La Habana, que la patria es un concepto tan abstracto que no valen las construcciones prefabricadas, vale interpretarla de personalísimas formas y entender, parafraseando ese famoso axioma sobre la energía, que la patria ni se crea ni se destruye: se transforma.
Y hay entonces que asumirla con sus muchos matices, con todo lo que dejé en La Habana, con los mil recuerdos y sensaciones, con los 25 kilogramos que traje apretujados en un maleta, con las trasformaciones que, tal vez sin ser consciente de todas ellas, cambiarán mi visión del mundo, con las emociones del casi inminente arribo a Madrid, y con la inquebrantable certeza de que la vida pensada como un acto de mera sobrevivencia, de mera resistencia en nombre de ideas gastadas, es una boa constrictor que traga, traga y traga las esperanzas de que allá, en esa Habana que se cae, las cosas vuelvan a tener sentido y la vida sea adornada por más felicidades que angustias cotidianas.
"Hay movimientos, tierra y bello paisaje, cinturones abrochados, un enjambre de sensaciones y ya camino por el aeropuerto."
Termino de ver la segunda película, muchos siguen dormidos, veo la tercera y, casi en el final, en pleno cierre de la historia, encienden las luces, reparten el desayuno y anuncian que en poco menos de dos horas estaremos aterrizando en el aeropuerto de Barajas.
Desayuno despacio, en medio de una ligera turbulencia, y mi madre, mi padre, mi hermana y mis abuelas siguen durmiendo, se despertarán justo cuando el avión toque tierra y podré entonces llamarlos y contestar a las mil preguntas, hijas de la preocupación y el cariño, que me dispararán en ráfaga y sin piedad.
Hay movimientos, tierra y bello paisaje, cinturones abrochados, un enjambre de sensaciones y ya camino por el aeropuerto. Llamo a mi madre, siempre a ella primero, y empiezo a responder sus dudas, con la alegría suya, que es también la mía y con esta mía, que es también la suya.
Casi media hora después de haber aterrizado, ya abrazo a mi tía por primera vez, arrastro los 25 kilogramos que traje desde La Habana y voy viendo, ahora sin que sea a través de pantallas, el Madrid que tantas veces he visto en series y películas, el Madrid en el que quiero encontrar y voy encontrando pedacitos dispersos de La Habana.
"(...) repito (...) esas siete palabras en las que Abilio Estévez condensó a toda una isla y a los muchos que estamos lejos: ser cubano es un sentimiento muy difícil."
Es por eso, y por las series y películas, por las historias de migrantes anteriores, por las fotos y los libros, que el golpe inevitable y el cambio de realidad me han sido leves. Madrid no ha sido un puñetazo en medio del rostro, ha sido una operación de cataratas, en la que me van quitando lo que me nubla la vista y empiezo a verlo todo sin las doctrinas del partido comunista, sin el velo ideológico que cae sobre cada aspecto de la vida interna en esa Isla que, por muy deprimida que esté, es imposible sacarse de las entrañas.
Camino por Gran Vía y escucho a la gente cuando habla, reconozco a los cubanos, me da alegría y repito, como le he hecho mil veces, una frase que se ha convertido en uno de mis lugares comunes, esas siete palabras en las que Abilio Estévez condensó a toda una isla y a los muchos que estamos lejos: ser cubano es un sentimiento muy difícil.
¿Qué será? ¿Qué seré? ¿Cuán fuerte me tocará la morriña? ¿Tendrá éxito la novela que vine a terminar aquí, a través de una beca de la Fundación Antonio Gala? ¿Podré acostumbrarme a ver a mi madre, mi padre, mi hermana y mis abuelas a través de la pantalla del móvil? ¿Qué puede hacer un hombre con dudas en medio de tanta incertidumbre?