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Humor | La Asamblea Semanal: los supositorios del Kremlin

Hermenegildo de Orellana, "el bacán de la Nikon", se aventura en otra conversación oficial y altamente clasificada sobre supositorios nucleares y festivales a la deriva. 

Personas en traje
"Retrato oficial de la Junta Militar" (1971). | Imagen: Fernando Botero

A las 12:30 h llegó la limonada presidencial, un BMW de ocho plazas, que hacía apenas una semana había entrado clandestinamente al país en el último barco de pollo. Nadie cuestionó semejante inversión, ni aun en la coyuntura tan cítrica que vivimos, porque, para llegar con inmediatez a la candela, era la base de todo. El Uno miró con preocupación el panorama. Sólo estaban el Gran Yoda, que en su larga inmovilidad recordaba una iguana tomando sol, y unos pocos ministros con gorras de golf. La iniciativa de reunirse en este lugar había descolocado a unos cuantos, pero la urgencia del tema a dilucidar necesitaba de un contexto simbólico: el monumento a Lenin ubicado en el parque habanero del mismo nombre.

De no ser por el técnico de sonido, al que a veces le cojo botella, estuviera pasando por el mismo aprieto que el personal de servicio, porque yo entendí lo mismo que los ellos: Presentarse en el parque Lennon a las 13:00 h. La atmósfera encerraba misterio… Aquí había algo más encriptado que la pinga de un mandril en su prepucio. ¿A qué carajos venía Lenin a estas alturas, cuando estábamos atascados en un submarino amarillo, más bien ocre, desde que los bolos nos tiraron a mondongo?

A mí nunca me han gustado estas reuniones al aire libre, lejos de la mesa sueca, porque siempre terminan con un sándwich y un refresco de latica. Pero, cuando vi llegar la guagua del catering me volvió el alma al cuerpo. Era de las refrigeradas, así que el cárnico estaba garantizado. Sin embargo, lo que todos lamentan del bufé es la suspensión de las bebidas fuertes, después de aquel fatídico 26 de julio, cuando el antiguo ministro de Comercio Interior, borracho como un perro, gritó a voz en cuello: “¡El Partido es inmoral!”. Esa misma noche lo mandaron de cabeza para la Ñico López a escribir mil veces en el pizarrón, “El Partido es inmortal”. Menuda pata metió el compañero. Nos jodió la continuidad… en el abastecimiento. Otros ministros llegaron de a poco con caras de disculpa, y una guagüita trajo a los náufragos del Parque Lennon.

Pero, de alguna manera, ya aquello había comenzado. El Uno, que, para los efectos jerárquicos, según le recalcó un día el Gran Yoda, no era el “1”, sino apenas el “0,1”, desde que llegó había estado chismeando a discreción con los ya presentes. Cuando se acomodaron los recién llegados dio unos golpecitos en el micrófono y, con esa seductora voz de administrador de vaquería que lo caracteriza, preguntó: “¿Se escucha?”. Los que se incorporaron a última hora, aun sin sostenerle la mirada, asintieron. Su señora, presencia inusual en las reuniones de la cúpula, que esta vez no podría llamar a puertas cerradas por su naturaleza campestre, le echó un guiño de aprobación.

¿Supositorios…? ¿Por los ojos? ¿Por cada uno de ellos al mismo tiempo?

Algunos, que ya estaban al tanto del brete, siguieron mascullando entre ellos. El Uno les lanzó una mirada de torturador no evaluado, y, para tomarlos desprevenidos, a ellos mismos les preguntó: “¿Qué fue lo que nos vendió el Hijo de Putin cuando la Crisis de los Pitusas?”. “Diez contenedores con pullovers de Bruce Lee, Presidente”. Yo era muy joven en 2004, pero recuerdo el salpafuera que se formó con aquello. Ante la carencia de pantalones de mezclilla en las TRD, uno de esos funcionarios anónimos tramitó por la izquierda la compra de diez contenedores de la prenda al primogénito de Putin. Cuando los abrieron, uno por uno, no salían de su asombro: la embestida marcial del histrión asiático se reiteraba hasta el infinito en miles de pullovers. Con la misma cerraron los depósitos, como si se tratara de un paciente con cáncer en fase terminal, y los mandaron por carretera para Guantánamo. La inversión había sido enorme. El funcionario se las hubiera visto negras de no ser porque, a las veinticuatro horas de llegar la mercancía a su destino final, no quedó un solo pullover por vender. Volaron. Hasta donde supe, la confusión estuvo en la traducción durante las negociaciones: de “pitusas Lee”, lo que se entendió en la lengua de Pushkin fue… bueno, lo que se sabe. La cosa quedó así, en aras de no mancillar lo que nos unía: los históricos lazos.

A propósito de lazos, el Uno se dirigió al compañero Nudo, que nunca llegó a calificar como un amarre decoroso, y mucho menos a Lazo, y lo inquirió con sorna: “¿Qué recuerdas de eso? ¿No estuviste al tanto en aquel entonces?” El camarada Nudo hacía su siesta postprandial bajo el ala de su sombrero, y el Cinco le dio un codazo. “…Si, mi Mayoral… ¿Qué pasó?”. Nudo parecía despertar de un oscuro sueño de siglos, incorporándose al momento histórico. Como era de esperar, se deshizo en excusas, diciendo no saber mucho del asunto, excepto que, eventualmente, vistió la prenda del equívoco.

El incidente de la mezclilla devenida en furibundo poliéster era apenas la introducción: “¿Saben lo que nos quiere meter por los ojos el muy Hijo de Putin ahora…?”, preguntó la máxima guayabera en el poder, y, por su tono, iba como un dardo al meollo del asunto: “Supositorios… radioactivos, además”. Involuntariamente todos contrajeron sus esfínteres, acomodándose en los asientos para disimular la molesta asociación. El tsunami de las murmuraciones llevaba una concatenación de preguntas a flote: “¿Supositorios…? ¿Por los ojos? ¿Por cada uno de ellos al mismo tiempo? ¿O por uno solo de ellos cada vez?”. Por más inverosímil que resultara, la noticia fue anunciada por el mascarón de proa. Había que creérsela. En medio del desconcierto se acercó hasta él un joven asesor y le secreteó algo al oído. El rostro se le iluminó. Acto seguido aclaró que, nuevamente, se trataba de un error de traducción. Ordenó al instante una investigación sobre la procedencia del traductor, y expuso entonces la buena nueva: “Me acaba de informar Tolentino que el Hijo de Putin, junto con todas esas cabezas cuadradas, otra vez están en la mejor disposición de ocupar nuestros túneles con sus misiles nucleares”. Cundió el júbilo. Aplausos sostenidos. ¡Al fin se había hecho justicia! Como en uno de esos pocos boleros con finales felices, pero de intermedios angustiosos, los chulos de la Tartaria reconocían su error, se habían equivocado, y venían a rectificar.

“¡Papi, acuérdate de lo mío!”, gritó la primera dama.

Por las mentes de todos desfilaron los tiempos dorados de la manutención eslava. ¡Se acabó el abuso! El Uno aplacó los ánimos de los presentes, aclarando que, esta vez, había que saber cómo hacer las cosas. Recordó en voz alta, como si pensara…, sí, como si pensara, los aprietos que experimentó el Equino Histórico, el Inmortal Filomeno, al que, por mucha cabeza que jugara con la espalda pegada a la pared, le metieron los misiles en el ríspido contexto de la Guerra Fría… para luego sacárselos.

Había que hilar fino. Las cosas se habían templado bastante, de modo que, para la introducción de las ojivas, había que procederse con cariño. En los tres años de fotorreportero oficial, nunca había visto tal manifestación de excitación colectiva. Esclarecido, junto con la ráfaga de fotos que se me fue cuando anunciaron lo de los supositorios, porque a mí también se me contrajo el esfínter, borré el mal momento que tal vejación significaba para nuestra soberanía. Pues nada, qué alivio, se trataba de simples misiles… lo que se traducía en carne de res, leche, jamón…

En eso se acercó Tolentino al Presidente, dejándole una nota. Resulta que la traducción, referida a los dispositivos rectales de uranio empobrecido, venía de la misma persona que trastocó el pedido durante la “Crisis de los Pitusas”. Se trataba de la antigua secretaria de Pedro Ros Leal, quien no solo debía traducir de varias lenguas occidentales al español, y viceversa, sino traducir para los demás, nacionales o extranjeros, la oratoria de su superior. Le pasaron la mano a la señora. Era comprensible su desatino, viniendo del Despacho de Ros Leal. Ahí mismo hicieron una ponina y la jubilaron sumariamente, no sin antes otorgarle la Réplica del Machete de Máximo Gómez.

“¡Papi, acuérdate de lo mío!”, gritó la primera dama. Su marido no procesó aquella solicitud a boca de jarro de la mejor manera, pero, por razones que sólo ellos saben, cogió la bola en el aire: “Señores, mi mujer… la compañera que llevo a Cuesta, está organizando una fiestecita: La Feria de San Félix, ¿no, Machi?” “Festival de San Remo, niño”, corrigió ella con cara de prepárate pa’ lo que viene. Entonces, dulce venganza, a sabiendas de su íntima repercusión, “El Hombre” le cambió la bola: “…pero bueno, hoy la agenda ha estado bien apretada, así que lo dejamos para la semana que viene”. Ovación cerrada. Los mayimbes no solo se pusieron de pie, sino que ya adelantaban un paso rumbo a la mesa bufé. Corrí por delante de ellos, con el pretexto de hacerles fotos frontales, y de paso fondear cerca de aquel espigón tan bien surtido… (¿Continuarán?)

Hermenegildo de Orellana

Hermenegildo

(La Habana, Cuba) Fotorreportero y gastrofanático de calibre oficial. Se autodefine como “el bacán de la Nikon” por su pericia técnica y porque no se pierde una reunión del Consejo de Ministros. No le importa el hombre ni el nombre, sino la cámara.

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