Hace veinte años me dio una inmensa rabia lo desapercibido que pasó en 2001 el centenario del nacimiento, en Madrid, de un niño a quien sus padres hicieron bautizar con el nombre de Enrique: sus apellidos eran Jardiel y Poncela. En el autorretrato antepuesto a su libro-cajón de sastre Para leer mientras sube el ascensor, enumeró una serie de celebridades nacidas en la misma fecha o bajo el mismo signo (Libra) que él, y se interrogó al respecto:
[El último verso se refiere a Teresa de Jesús, “la Santa” española por antonomasia].
Andando el tiempo, la conjunción de su nombre y apellidos se transformaría en la marca registrada del humorismo más despampanante: Enrique Jardiel Poncela (* 15.10.1901 – † 18.2.1952) fue, con seguridad, el humorista más famoso del idioma castellano en los años treinta, muchas de sus comedias siguen siendo representadas en los teatros, y sus cuatro novelas continúan siendo reeditadas con una constancia que habla en favor del gancho que todavía poseen para los lectores de casi un siglo después.
Inolvidables serán, para quienes lo leímos en los tiempos del más retrógrado franquismo (y espero que me disculpen semejante redundancia), esas inyecciones de sanísimo humor, de humor anarquista (y me disculpan que vuelva a incidir en malditas redundancias), los lenitivos, pues, que eran sus libros, que nos redimían de la chatura, la chatarra y la chapuza ambientes, y eso a pesar de que se publicaban ferozmente censurados, sobre todo las novelas.
Ya los títulos prometían sorpresas sin cuento, y creo que Jardiel Poncela es el más fértil de los ingenios en materia de títulos magistrales que ha habido en España desde Calderón de la Barca: pues descontando esas dos enormes metáforas y epifanías que son La vida es sueño y El gran teatro del mundo, en lengua de Castilla no hemos sido muy afortunados por lo que se refiere a la titulación de obras literarias.
Jardiel Poncela es la excepción que marca el siglo XX, y para corroborarlo basta con que lean esta lista: Una noche de primavera sin sueño, Un adulterio decente, Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Un marido de ida y vuelta, Los ladrones somos gente honrada, Madre (el drama padre), Los habitantes de la casa deshabitada, Tú y yo somos tres, El sexo débil ha hecho gimnasia, Como mejor están las rubias es con patatas, Amor se escribe sin hache y para que la lista no se haga interminable citaré por último su novela dizque erótica Pero...¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, y añadiré, por tratarse de Árbol Invertido, que uno de sus primeros libros de narrativa breve fue Pirulís de La Habana.
[Muy otra es la situación en América Latina, con títulos tan afortunados como Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, El palacio de las blanquísimas mofetas, de Reinaldo Arenas, El recurso del método, de Carpentier, La emoción de las cosas, de Ángeles Mastretta, Historia universal de la infamia, de Borges, Sobre héroes y tumbas, de Sábato, Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares, El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, de Albalucía Ángel, El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, y un largo etcétera, aunque no quiero dejar sin mencionar tres títulos de cine: Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera, y Como era gostoso o meu francês, del brasileño Nelson Pereira dos Santos].
Hay frases de Jardiel Poncela que se quedan grabadas en la memoria para siempre, por ejemplo “La tarde caía sin hacerse daño”, “Pasaron cinco minutos y dos aeroplanos”, o aquella donde misóginamente asevera: "Ya no existen virtuosas ni entre las violinistas".
Jardiel descubrió además terrenos inexplorados hasta entonces y que luego veríamos transformados en maravillas como el "Tablero de Dirección" de Rayuela y el idioma gíglico en que se expresan los paredros de Julio Cortázar: en ambos casos el árbol genealógico puede establecerse como de clara estirpe Jardiel Poncela, cuyo humor encajó muy bien en los parámetros lúdicos del Gran Cronopio.
Cosa triste es, muy triste, pensar que Jardiel murió ninguneado por una sociedad a la que había entregado lo mejor de su inteligencia y de su inmensa capacidad de trabajo. Cuando falleció en Madrid, a la temprana edad de cincuenta años, cuatro meses y tres días, su esquela fúnebre hubiese podido expresar, con absoluta certeza, que la causa de su muerte fueron el desánimo, y quizás la rabia, frente a una incomprensión analfabeta sumada a la envidia más repugnante.
Los que debemos a Jardiel Poncela algunas de las pocas horas de diversión desternillante que nos permitió el régimen del general inferiocre, paradójicamente apellidado Franco, nunca entenderemos que apoyase a ese mismo régimen que terminaría por aniquilarlo. Al mismo tiempo, y sin embargo, conservaremos siempre, de él, un recuerdo agradecido por tanta risa, tanto horizonte abierto, tanta sanidad mental como supo transmitirnos.
Todos cometemos errores. El suyo fue fatal: en vez de exiliarse a Colombia, a México, a la Argentina, donde lo habrían recibido con los brazos abiertos, Jardiel Poncela eligió querer seguir haciendo reír a un pueblo tan genéticamente negado para el humor como lo era (ojalá no lo siga siendo) el español. Lo pagó muy caro. Como se solía pagar en la España de Franco: con la vida.
Aquel aciago 18 de febrero de 1952, César González Ruano escribió sobre él: “Agotado y casi eclipsado, disminuido por un bosque de espaldas, cuando mejor indiferentes, Enrique Jardiel Poncela entra hoy por derecho propio en la Plaza Mayor del Recuerdo, ocupando, con su mínimo volumen, el caballo ecuestre de la estatua que le corresponde en la historia de nuestra literatura española como el humorista más completo que nuestro siglo ha dado”.
El sexo débil ha hecho gimnasia es tal vez el canto del cisne de Jardiel como autor. Se trata de una comedia en dos partes, la primera de ellas en verso y se desarrolla en 1846, la segunda en prosa y tiene lugar en 1946. Pero, eso sí, en la misma casa, y hasta en la misma habitación, sólo que en el segundo acto se nota en ella y en los personajes el paso de un siglo. Nada más eso es ya un desafío técnico de la chingada para cualquier autor. Pero es que además le sirve a Jardiel a fín de ejemplificar de una manera desopilantemente humorística lo que ha cambiado el mundo durante ese siglo. Inolvidable es el final del acto primero, cuando Adelaida manda colgar el retrato de Mariano, el idealista, allí donde estuvo el del pater familia serio, grave y sensato, y argumenta lo que te copio con mucho gusto y fina voluntad, como decía mi abuela Remedios, que era una sabia:
«Porque si las veletas
un día han de girar para nosotras,
preciso es que las cosas sean otras
y que, al variar su esencia,
varíe la influencia
que nos tuvo sujetas.
¡Y tal vez la mejor de las recetas
es quitar de las casas los retratos
de todos los sensatos
y poner en su sitio a los poetas!»