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Viajes | Trinidad: la fatalidad cósmica de la constelación de Casilda

"En medio de tal deslumbramiento, no sabía uno si estaba contemplando surtidas constelaciones en el cielo, o si se trataba de un mensaje de nuestro pasado planetario."

Estrellas de mar en una playa cerca de Trinidad
Estrellas de mar en los fondos someros de Punta Casilda. | Imagen: Svetlana del Río.

Al regreso del fallido intento por coronar el Potrerillo (ver El umbral de las mariposas y el cobrador de epifanías), en Trinidad la gente nos miraba con indiscreción provinciana. Parecía que habíamos luchado a sable partido contra los guerreros más aventajados de algún emperador oriental. Teníamos todas las partes visibles del cuerpo plagadas de arañazos y cortaduras, y la ropa desgarrada y percudida. El descenso tuvo tantas o más secuelas que nuestro deseo de alcanzar la cima. Exhaustos, abrimos el portón del “Palacio Veneciano”, nos bañamos a como diera lugar, comimos alguna cosita, y caímos de bruces hasta el otro día. A nuestro pesar, después de una experiencia tan extenuante, dimos por cumplido ese ambicioso objetivo. De otro modo arruinaríamos el resto del programa.

Cuando despertamos, salimos a tientas para casa de Tere a pegar algo fuerte de comer. Andábamos en chancletas, todo desaliñados, y nuestra generosa amiga nos esperaba con las puertas de su cocina abiertas de par en par. Esa semana pegamos la gorra en varios lugares, siendo nuestros fondeaderos predilectos la casa de William y Barbarita, y la de nuestra anfitriona oficial. Luego de comer, la jornada la circunscribimos a la ciudad, sin mapas ni otro recurso que nos permitiera ubicarnos, para darle a aquella recuperación post montana un aire de auténtico relajamiento. Caminamos mucho, desentrañando ángulos insospechados y más contemporáneos de la vetusta villa. Arrastrábamos el cuerpo como quien se incorpora a la gravedad después de una misión espacial.

Un ajuste de cuentas con los lugares que nos faltaban por visitar

2-Amilkar en el cementerio viejo de la calle Esperanza.
Amilkar en el cementerio viejo de la calle Esperanza. | Imagen: Svetlana del Río.

Esa semana, además de los recorridos más extensos que teníamos marcados, visitamos lugares que veíamos de pasada, como el pequeño y viejo cementerio de la calle Esperanza, ubicado a la entrada por carretera desde la ciudad de Cienfuegos. Otrora, este sitio se encontraba alejado del centro de la floreciente villa, en su periferia, pues no existía vía de comunicación terrestre hacia el noroeste; y mucho antes, ni siquiera existía Cienfuegos. Con la finalidad de explorar nuestra incursión a las haciendas del Valle, en una ocasión bajamos desde la Plazuela de las Tres Cruces, por la calle Nueva, hasta llegar a los primeros sembradíos y terrenos de pastoreo. Hartos de seguir los sinuosos lazos de la carretera, le dije a Svetlana que me esperara a la vera de un cercado, mientras yo subía un montículo dentro de un cuartón de vacas para otear un camino más corto. Había un solo animal allí adentro, que muy pronto se mostró territorial y poco amistoso.

Aun rumiando, la vaca me debe haber embestido a 10km por hora. Todo sucedió muy rápido, pero recuerdo el polvo que levantaba con sus pezuñas, en lo que agachaba la cabeza para enfilarme los cuernos. Reconstruir racionalmente hechos como estos, cuando los instintos asumen automática rienda del asunto, es tarea para observadores externos. En mi propio San Fermín, mientras huía, estoy convencido que superé por amplio margen las célebres 98 corridas de Luis Miguel Dominguín. Svetlana estaba desternillada de la risa. Le costaba, entre lágrimas, contarme del modo en que sobrevolé la alambrada de púas de aquel cercado. Luego tuve que entrar en negociaciones con la vaca, más calmada, ya que durante la fuga había dejado dentro del cuartón uno de los suecos que llevaba puestos.

3-Amilkar y Svetlana en la Plazuela de las Tres Cruces.
Amilkar y Svetlana en la Plazuela de las Tres Cruces. | Imagen: Karen Mahé Lugo.

Por el tramo más estrecho del Valle caminando sobre los raíles

Para matar un ansiado placer, cinético en principio, pero con muchas más implicaciones, la jornada que siguió al restablecimiento del Potrerillo decidimos abordar el Karata para llegar hasta Meyer, la más lejana hacienda cañera que figuraba en los planos cartográficos y en nuestro imaginario. Como explicaba en un capítulo anterior (La edulcorada historia de La Canchánchara), el Karata, exótico medio de transporte local, consistía en cualquier tipo de carrocería, muchas veces extravagante y venida a menos, adosada sobre un chasis ferroviario autopropulsado. Por algún tiempo estuve pesquisando sobre el origen de su nombre, pero lo más parecido a esta pronunciación es el topónimo Carahatas, un poblado y bahía en la costa norte de Villa Clara, casi en la misma longitud de Cienfuegos. A no ser que en el pasado existiera algún vínculo por tren entre estas dos localidades, tan distantes entre sí, no encontré ningún otro asunto que pudiera relacionarlos. En aquel entonces tenía una frecuencia de una o una hora y media, y lo esperamos en el cruce de las calles Desengaño y Línea, la parada que más cerca nos quedaba del hospedaje.

Ese día amanecimos con el moño virado, y tuvimos nuestras discrepancias en lo que esperábamos el tren, que nunca pasó por aquel lugar. Algunas personas nos dijeron que en ocasiones sucedía eso, y que era algo imprevisible. Pensábamos que se referían a nuestro diferendo personal, hasta que caímos en la cuenta que hablaban del Karata. Un poco más distendidas las tensiones, optamos por hacer el recorrido a pie, hasta donde llegáramos, siguiendo la vía férrea.

Amilkar en el puente ferroviario sobre el río Tayaba
Amilkar entre los polines del puente ferroviario sobre el río Tayaba. | Imagen: Svetlana del Río.

En nuestros días, acostumbrados a viajar por carretera, y para quien no está familiarizado con los trenes, casi siempre los trazados ferroviarios ofrecen una visión muy distinta del paisaje, sobre todo de aquellos espacios de la periferia urbana limítrofe con ellos. A la salida de la ciudad, en el puente sobre el río Tayaba, cruzamos con una mezcla de prisa y cautela, ya que se trata de una estructura alta, larga y sin muchas protecciones para transitarlo peatonalmente, temiendo además la sorpresiva aparición del tren, tal como sucede en los comics y películas de aventuras. Después de visitar las haciendas de La Pastora, Papayal y El Abanico, ubicadas en el tramo más estrecho de El Valle de los Ingenios, agradecimos la impuntualidad técnica del Karata, pues de otro modo no hubiésemos hecho estancia en esos lugares de alto valor patrimonial. La línea férrea acompañaba el curso del río, al que en ocasiones se aproximaba muy cerca de su ribera. La sensación de vivenciar aquel espacio como lo que era, un valle, se hacía ostensible por las cercanías de la Sierra de Trinidad, al norte, y la Loma de la Vigía, al sur. Pasado el mediodía, en Guarico, escuchamos el claxon estridente del Karata.

5-Amilkar frente a la casa de vivienda de la hacienda El Papayal.
Amilkar frente a la casa de vivienda de la hacienda El Papayal. | Imagen: Svetlana del Río.

Svetlana junto a la vía férrea del Karata. Al fondo, casa de vivienda de la hacienda La Pastora
Svetlana junto a la vía férrea del Karata. Al fondo, casa de vivienda de la hacienda La Pastora. | Imagen: Amilkar Feria.

Rumbo al pasado desconocido

Habíamos cumplimentado un itinerario cerrado, bordeando por el norte La Vigía, hasta la carretera de acceso a Trinidad por el este, vía de sobra conocida para ir a nuestras labores de excavación. Parecíamos niños a bordo de aquel coche artesanal, repleto de remaches e improvisadas soldaduras, contemplando el secular trasiego de animales de granja a los pies o en el regazo de los campesinos que allí viajaban regularmente.

En el trayecto hicimos paradas en andenes a los que la carretera les pasa de largo o muy lejos, además de en El Vallecito e Iznaga, esta última inconfundible por su emblemática torre de 45 metros, una verdadera rareza arquitectónica en el panorama rural cubano. De ahí en adelante, hacia el este-noreste, era territorio ignoto para nuestra experiencia en la zona, encontrando espectaculares el puente sobre el río Ay y el acompañamiento por varios kilómetros de los meandros del Agabama. A poco de arribar a nuestro destino, ya se divisaba la fractura natural con que este último accidente fluvial separa a las sierras de Trinidad y Sancti Spíritus, los dos bloques que conforman el Macizo de Guamuhaya.

Meyer

Meyer resultó ser un pequeño poblado de poco más de 1.000 habitantes, bastante desvencijado y pordiosero, que en nada recordaba la descripción de su esplendor azucarero en el XIX y el primer tercio del XX. El pavimento estaba agrietado y polvoriento. Apenas se veía un alma en las pocas calles transitables. Andando un poco, llegamos sin dificultad a la casa de vivienda a partir de la cual su fundador le diera nombre a la hacienda y al batey. Su estado de conservación era bastante aceptable. Se encontraba tabicada y convertida en cuarterías con numerosos añadidos perfectamente reversibles. Una de las moradoras nos permitió entrar a su casa. Algunos tramos del tejado original habían colapsado, siendo reemplazados por fibrocem. Si le pusieran un poco de empeño institucional, podrían rescatar aquel inmueble sin grandes contratiempos logísticos. Han pasado más de 20 años de aquello, desconozco si seguirá en pie.

En el barrio compramos pizzas caseras y bebimos guarapo antes de abordar el Karata. El regreso fue expedito, apeándonos en el andén del que debimos haber salido temprano en la mañana.

7-Svetlana en uno de los niveles de la torre de Iznaga. Al fondo, la casa de vivienda de la hacienda, una panorámica de El Valle de los Ingenios, y el Pico de Potrerillo.La Pastora.
Svetlana en uno de los niveles de la torre de Iznaga. Al fondo, la casa de vivienda de la hacienda, una panorámica de El Valle de los Ingenios, y el Pico de Potrerillo. | Imagen: Amilkar Feria.

La deuda con nuestro quimérico desvelo 

Durante varias tertulias en casa de William y Barbarita, estos nos contaron de sus incursiones a sitios de interés arqueológico en el curso inferior del río Manatí, próximo a su desembocadura, que fueron escenarios pretéritos de contrabandos durante la colonia. Cuyují, El Caracol, Bahía Macío y Ensenada Jobabo, entre muchos otros topónimos que no puedo recordar, figuraban en una lista de lugares remotos que encendían nuestra imaginación. Muchas veces comentamos la posibilidad de que, como mismo ellos nos llevaron a San Juan de Letrán, nos sirvieran de guías hasta esos enclaves. Desafortunadamente, por lo ajustado de tiempo para hacer coincidir ese objetivo con nuestras periódicas estancias, aquello quedó en quimérico desvelo. Sin embargo, desde Punta Casilda, en el extremo sureste de la Península de Ancón, a 7,5 km al sur de Trinidad, podían verse en la distancia los cayos y manglares del delta del Manatí, Macío y Jobabo. En Ancón estuvimos dos veces como parte de las actividades programadas por el Taller, y otra oportunidad en que Svetlana y yo fuimos por nuestra cuenta, desde La Boca, en la bicicleta que nos prestara el amigo Carlos Sentmanat.

Ancón es de los accidentes costeros más notables del litoral sur-central de Cuba

Con mucho, la península de Ancón es de los accidentes costeros más notables del litoral sur-central de Cuba. Posee 5,7 km de largo, y una altura promedio de 6 m. Presenta hacia el mar una barrera de origen cársico-marina, que conforma un relieve de llanura levemente aterrazada. Por su lado interior, el terreno declina para dar lugar a manglares y lagunas saladas, cerrando el tramo de mar que conforma la Ensenada de Casilda. Justo en la costa sur de la península se encuentra la Playa de Ancón, con una extensión de 4 km, o sea, casi todo el litoral meridional del extenso brazo de tierra. La blanca arena de la playa, con abundante vegetación marina de seibadal, a intervalos irregulares de la orilla, confieren al ámbito trinitario un espectro completo de ecosistemas.

Este municipio espirituano pertenece al distrito ecológico Cuba Central, que se dividide en dos: Guamuhaya y la Costa de Cienfuegos a Trinidad. La diversidad de moluscos marinos es asombrosa, entre los que se destaca el cobo (Strombus gigas) y el ostión (Ostrea rizophorse), este último afectado, casi hasta desaparecer, por la contaminación de vertimientos tóxicos en el río Agabama, y a su vez desde este hacia al mar. Semejante desastre medioambiental, ocurrido durante la década del 80, fue resultado de la actividad industrial de los centrales azucareros Ramón Ponciano, el Frente Nacional de Trabajadores Azucareros (F.N.T.A.) y la Papelera Pulpa Cuba.

485 millones de años atrás, hasta un primitivo mar del período Cámbrico

En muchos de los recorridos que hacíamos sobre nuestro flamante camión de trabajo, Svetlana acostumbraba viajar en lo alto de un añadido que el depósito de carga tenía sobre la cabina. Allá arriba, toda ella recordaba un refinado mascarón de proa, labrado en blanco marfil, mientras yo cruzaba los dedos para que el carro no frenara súbitamente, porque entonces haría palidecer a Buzz Lightyear.

En su atalaya, el viento le batía el cabello, recortada contra el fugaz paisaje marino, en lo que pasábamos, viniendo desde La Boca, por las puntas de María Aguilar y Mulas. La inversión hotelera se hacía ostensible ya en aquel entonces. Cada vez que desembarcábamos en el Hotel Ancón, el más antiguo y emblemático del lugar, salíamos huyendo del bullicio de los bañistas hasta llegar a Punta Casilda. Allí, como una revelación que en aquel entonces quedaba a tres kilómetros del flagelo turístico y sus actividades concomitantes, se encontraba la mayor concentración de estrellas marinas que haya podido contemplar en mi vida. Estas especies de equinodermos, cuya simetría pentarradial constituye un caso único en el reino animal, pululaban a menos de un metro de profundidad, en tal cuantía, que teníamos que andarnos con mucha cautela para no pisarlas. Las había de varias especies y en diferentes estadios de crecimiento, transportándonos 485 millones de años atrás, hasta un primitivo mar del período Cámbrico.

En medio de tal deslumbramiento, no sabía uno si estaba contemplando surtidas constelaciones en el cielo, o si se trataba de un mensaje de nuestro pasado planetario.

Mapa de la región de Trinidad donde figuran las localidades mencionadas en la crónica.
Mapa de la región de Trinidad donde figuran las localidades mencionadas en la crónica. | Imagen: Amilkar Feria.

¿Una fatalidad cósmica?

He guardado ese recuerdo impoluto hasta hace dos años, cuando leí en las redes sociales una publicación que denunciaba la captura y venta en Ancón de estos invertebrados al por mayor. La consternación me hizo compartir el post veinte veces y comentarlo profusamente. En las imágenes que lo acompañaban, mostrando el mismo escenario en el que hace veinte años podías andar en cueros, se apreciaban extensos paneles de madera rústica con varias decenas de estrellas colgadas para su venta en divisas. Todo aquello había sido convertido en un espantoso mercado de animales marinos taxidermiados. En las redes tuve un careo con una usuaria rusa que, escribiendo en perfecto español, defendía enardecidamente el derecho de los pescadores y artesanos a ganarse la vida para salir de la miseria que padecemos en Cuba, así como de los turistas a llevarse un lindo recuerdo… Pobre planeta de mierda.

Hace más de diez años también experimenté un gran encabronamiento a causa de un reportaje televisivo que ponía en evidencia la extracción de varias toneladas de arena en Ancón, sustraídas de la playa como árido para la construcción. En medio de la repartición de culpas entre empresas y entidades involucradas, jamás quedó en claro quién dejó el gran socavón de casi cuarenta metros cuadrados y dos de profundidad en la línea costera de tan privilegiado lugar. En 2005 hice mi último viaje a Trinidad. Nunca más he vuelto.

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Amilkar Feria Flores

Amílkar Flores

La Habana (1967). Escritor y artista visual. Licenciado en Pedagogía en Artes; Diplomado en Antropología Cultural y en Producción Simbólica. Ha ejercido como ilustrador gráfico, analista de prensa, periodista y profesor universitario. Ha publicado, entre otros, los títulos: Las dulces horas (Premio Pinos Nuevos 2007 (Poesía, Unión, 2008)); Algunas animalezas y otras bestialidades (Narrativa, Ediciones Extramuros, 2010 y Crónicas diluvianas (Narrativa, 2010). Cuenta con numerosas exposiciones personales y colectivas en Cuba y el extranjero. Actualmente desarrolla el proyecto de experimentación artística Observatorio Entrópico de Palatino.

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